Huma Jamshed tiene voz. Y eso es lo que más le importa. Aunque de vez en cuando ladea la cabeza y susurra: "A mi marido
 no le gusta que haga esto, 
pero me da igual, yo no oigo a nadie, aquí [señala su oreja] no entra nada". Luego hace un pausa, recupera su tono habitual y asevera: 
"Yo tengo voz".
Su  marido se halla en la habitación de al lado. No hay puerta entre ambas  estancias, pero sólo en el despacho de Huma se trabaja para que las  mujeres paquistaníes de Barcelona "no sean invisibles". Y, sin embargo,  todavía lo son.
Por la mañana y por la tarde, los bancos de la  Rambla de El Raval se llenan de hombres paquistaníes. Con sus pelos  negros como un tizón y sus camisas largas forman grupitos en medio de la  calzada. La Rambla es su territorio. Allí los hombres charlan, van a la  mezquita, toman el sol, pasean, negocian. La Rambla es vida para ellos.  
Pero ni rastro de ellas.
Las mujeres paquistaníes van de un sitio a otro pero no suelen estar en la calle solo por estar. Tampoco trabajan fuera de casa 
ni acostumbran a ir a la mezquita. Al fin y al cabo, el Corán no obliga a las mujeres a rezar en el templo. 
Cuestión de honor
Musta,  sin un arruga en el vestido y con una barba impecable, nos recibe en la  tienda de telas que regenta en la calle del Carme: "Te diré la verdad,  nuestras mujeres no están acostumbradas a ver gente semidesnuda. Además,  están
 los chicos marroquíes que 
las hacen bajar de la acera. No hay respeto. Es por eso que prefieren estar en casa".
Musta, cada tarde lee el Corán mientras espera que alguna cliente abra la puerta y elija una tela.
 "No hay respeto",  repite. Para Musta, como para la mayoría de hombres paquistaníes, las  mujeres deben quedarse en casa por una cuestión de respeto –algunos lo  llaman honor–.
"En el islam las relaciones físicas están prohibidas" 
"En  el islam las relaciones físicas están prohibidas. Las mujeres sólo  pueden estar con el padre, un tío verdadero (carnal) o un hermano. Son  dos mundos. Son dos mundos", repite Huma, como si luchara contra esa  realidad. Y de alguna manera, lo hace: "Yo las he enseñado a vivir  aquí". Y no es fácil. Huma es ambiciosa y bajo el paraguas de su  asociación (ACESOP Mujeres Paquistaníes), arrastra a 500 mujeres a hacer  actividades que la tradición –que no el islam– no permite.
En  medio de la entrevista le llaman por teléfono. Alguien pregunta a Huma  por la piscina. Huma niega, se disculpa y vuelva a negar. Este año no  quiere hacerlo, no puede ser. Está cansada y prueba de ello son los dos  cercos oscuros que le envuelven los ojos: "Durante dos años les enseñé a  
utilizar la piscina, mucha paciencia, mucha paciencia".
Al  principio, cuenta, todas llegaron al gimnasio vestidas con traje  tradicional y pañuelo en la cabeza. Huma no dijo nada y decidió esperar.  Cuando algunas se engancharon el pañuelo con la bici, la cosa cambió.  Al cabo de un mes, las más lanzadas llegaron más ligeras de ropa. La más  recatadas, tardaron ocho meses. 
"Pero todas lo hicieron",  asegura Huma, que tiene el pelo revuelto y algo seco, como si peinarse  estuviera de más entre tanto ajetreo. Tampoco lleva muchas joyas: sus  únicos ornamentos son una pulsera de oro amarillo y un anillo. 
Vuelve  a sonar el teléfono. Ahora Huma contesta en urdu. Se levanta y pasa el  aparato a su marido. Ambos tienen una agencia de viajes. "El problema 
es el dinero,  no la religión", prosigue; cree que "las mujeres tendrán voz cuando  sean autosuficientes". Las paquistaníes que residen en Barcelona vienen  de Gujgat. En general, carecen de estudios y llegaron por reunificación  familiar. De ellas sólo se espera que cuiden los hijos y la casa. "No  saben lo qué quieren, pero les gustaría trabajar"”, explica  Huma con  dureza.
La mañana está a punto de acabar. Huma dice que tiene que  volver al trabajo. Hoy ya ha perdido mucho tiempo y las obligaciones se  acumulan: la familia, la agencia: "Y ya sabes, mi marido...".